miércoles, 19 de octubre de 2016

El semáforo

Verde, tres segundos en ámbar y finalmente rojo.

Con cierta premura y tras mirar de reojo por el retrovisor, él detiene su coche junto al semáforo.

Conoce bien ese disco, de duración extraordinariamente larga, especialmente a esas horas de la tarde, en las que un novedoso sistema de control discrimina su duración en favor del otro semáforo, situado en una ancha avenida por el que no dejan de transitar vehículos apresurados; todos enfilados y casi unidos los unos con los otros, en lo que parece un acto de evasión masiva, huyendo quizás de alguna insoportable rutina, en la búsqueda de un hogar que aún antojan lejano, o alguna otra actividad que quizás a más de uno salve el día.

Él mientras aprovecha para consultar la pantalla de su teléfono móvil, luego gira la cabeza hacia su ventanilla y observa el coche que está detenido al lado, donde va ella que, después de unos segundos repara en él que, dicho sea de paso, parece embobado.

Él ruborizado aparta su mirada con rapidez, como sintiéndose delatado, parece nervioso, cualquiera lo diría viendo como clava la uña de su pulgar sobre el surco proximal del dedo anular de su mano derecha, justo en el borde algo afilado de una alianza de oro blanco; y este acto le produce cierto dolor que a la vez le causa consciencia y placer, extraña manía ésta, adquirida quizás buscando a través de la autoinjuria reducir su habitual ansiedad, alguna culpa o simplemente el estrés acumulado. Después parece mirar inconsciente (otro mal común de nuestros días) el reloj de su muñeca, hora que nunca acertaría a repetir si ahora mismo le preguntáramos (aunque no lo haremos) para después levantar de nuevo su mirada y volver a girarla hacia el coche de al lado y allí retomar nuevamente su consciencia. Ella tiene un perfil hermoso. Observa su gesto coqueto que ella refleja en el espejo retrovisor y, aunque no lo mira, ella sabe que él la está mirando.

Luego ella gira hacia él su cabeza.

Y él esta vez opta por no esconder su mirada.

Y transcurren unos segundos, y ahora ambos sonríen, como reconociéndose sabedores de que el tiempo de esa mirada compartida es superior al casual en estos casos, tiempo que ahora ya parece únicamente sujeto al libre arbitrio de ambos que, pasados unos segundos, son bien conscientes de que miran lo que están mirando, de que ambos piensan lo que están pensando y, ya puesto éste que escribe a elucubrar, seguramente también de que ambos desean lo que están deseando.

El muñeco verde del semáforo (ese que en Alemania llaman Ampelmännchen pero que aquí nunca pasó de muñeco del semáforo) empieza a parpadear intermitente mientras que una pareja de ancianos que cruza apresura su paso y desde su privilegiada posición observa como ella abre la puerta y desciende de su coche para, inmediatamente después, colocarse frente al coche que estaba a su lado. Y es el conductor de ese coche quien de inmediato reacciona y baja de un salto dirigiéndose hacia ella.

Los dos frente a frente.

Se miran fijamente en silencio.

El muñeco verde en actitud de movimiento deja de parpadear y, justo encima de éste, se prende el otro, de color rojo y gesto estático. La sorpresa e incredulidad viste ahora los rostros de los peatones y demás conductores que hay tras ellos esperando.

Comienzan a besarse.

Se besan largo, intenso, como si fuese la primera vez…

...como si nunca antes se hubieran besado.

– Creo que estos jueguecitos se nos están yendo de las manos… –dice ella riendo ruborizada mientras mira al suelo.

 – No sé porqué lo dices… –responde él con rostro sonrojado mientras se gira y observa la cola de coches que tras ellos se ha formado. – Anda corre, vámonos a casa antes de que nos maten.

Y tras ellos queda la larga hilera de coches, extensa fila donde unos ríen, otros aplauden y unos cuantos gesticulan disconformes mientras hacen sonar su claxon… las prisas y las especulaciones siempre tan malas, diversidad de opiniones en la arena de este mundo que, en ocasiones, aún se reivindica humano.

viernes, 30 de septiembre de 2016

Razones

He dejado de correr
asumida la derrota de la prisa
he desaprendido
a no perder

Ha parado de llover
y ahora el sol me dice que es de día
y hoy ya duele menos
me siento bien

y encuentro mil razones para creer
que hoy sobran razones

Nunca dejé de sentir
respirar aún cuando no podía
abrazar más fuerte
después seguir

Y esto que llamo vivir
me regala un guiño cada día
resuelve mis miedos
me acerca a ti

y a todas las razones para creer
que hoy sobran razones

Entonces tú me miras
y yo consigo ver
palabras que culminan
en versos y ya ves
sin ir a buscarte
de pronto te encontré
como el que encuentra algo
que estuvo siempre en él

Y ahora el tiempo es un instante breve
mañana de domingo junto a ti
tu brisa revolviendo mis papeles
llenándome de abril

Tormenta necesaria son tus besos
tus piernas el camino que seguir
tu risa melodías que yo tejo
esta canción nació de ti 

y de todas las razones para creer
que hoy sobran razones

Entonces tú me miras
y yo consigo ver
palabras que culminan
en versos y ya ves
sin ir a buscarte
de pronto te encontré
como el que encuentra algo
que estuvo siempre y ven
salgamos a la lluvia
gritemos: ¡ahora sí!
que aún nos queda aire
tanto por vivir
hagámoslo sin prisa
dejándonos sentir
sintiéndolo venir

jueves, 4 de agosto de 2016

Blanca

La intensidad cegadora de aquella luz blanca le hizo de pronto recordar la primera vez que de niño conscientemente observó el color de la leche. Fue en su aldea natal, uno de los lugares más pobres y desahuciados de nuestro planeta, su joven madre ordeñaba una famélica cabra y de su ubre observó maravillado cómo brotaba ese blanco y preciado elemento, que esperaba saciara su hambre y su sed que de aquellos años siempre recordaría como permanente. Aquella cabra que murió tiempo después cuando alguien decidió utilizarla como blanco, ya fuera por un acto de venganza o quizás simplemente para afinar la puntería de su arma; terrible imagen que, a pesar de ser muy niño, nunca olvidaría. Balaba aquella cabra en su recuerdo cuando tomó consciencia de que él también estaba muriendo, y que aquella luz blanca era el camino que por fin separaba una vida de penurias del paraíso tanto tiempo soñado, y no era momento para demorarse en abandonar ese mundo que tanto había odiado…

– ¿Puede oírnos –una voz interrumpió su ensueño. – Díganos su nombre… colabore y nosotros seguiremos ayudándole a paliar su dolor.

Esas voces no encajaron en su viaje, se asustó y por un momento le inundó un deseo de salir corriendo, de estrellar su cuerpo y su destino contra la luz blanca que ahora parecía moverse.

– Enfermera descúbrale los ojos, quizás pueda vernos… proceda también a retirar la medicación… Esto ayudará a refrescar a este cabrón su memoria –susurró seguidamente aquella misma voz.

En aquel momento comenzó a ser realmente consciente del lugar que habitaba. Esa habitación de hospital de alta seguridad, ocupado por médicos, enfermeros y aquellas voces que le hablaban y que debían de ir armadas hasta los dientes.

Él también iba armado hasta los dientes cuando salió de la parte trasera de aquella furgoneta, y hasta arriba de captagón, inhibiendo así sus peores enemigos, el miedo y el dolor, junto con todos aquellos a los que a continuación disparaba. Algo debió fallar, en el último instante y tras la orgía de sangre y disparos él había detonado toda la carga que llevaba, y luego aquella luz blanca… Intentó por un instante moverse, era imposible, quiso dejar de respirar pero no tenía fuerzas para ello, quería morir ya.

La enfermera que claramente mostraba su nerviosismo, se aproximó y tras cortar el goteo de anestésico prendido junto al suero, comenzó a retirar el complejo sistema de apósitos y vendajes que cubría parte de la cabeza incluyendo los ojos. Su respiración era entrecortada y sentía como sus dedos temblaban. Su cabeza golpeaban imágenes y sonidos de las noticias de la noche anterior, aquella masacre que la dejó largo rato bloqueada, llorando frente al televisor mientras telefoneaba a sus familiares y amigos… “malditos asesinos hijos de puta” repetía mientras escribía mensajes en su teléfono y recibía llamadas, qué cerca había estado… Nuevamente volvió a lo que estaba haciendo, mientras sentía un profundo odio emanando de ella, y por un momento quiso clavar sus uñas en aquellos ojos destrozados, hundir sus dedos bajo sus cuencas, llegar hasta el cerebro y allí maldecir el lugar del que pudo brotar semejante idea, que de un corazón nunca podría haber surgido. Era tremenda la sensación de rechazo que provocaba sobre ella aquel despojo humano, seriamente mutilado que tenía en frente y que no entendía cómo aún seguía con vida. Como un recuerdo fugaz en ese momento vino a su memoria aquel día en que tuvo que curar las heridas de un individuo, que ya pudo haber optado en primer lugar por lo segundo que hizo, autolesionarse, y haber dejado así vivir a esa joven a la que aún hoy en el barrio todos recordaban. Aún así, pensó, esto le superaba aún más, y un odio inusitado en ella había cruzado sus límites, y mientras tanto seguía retirando el vendaje de aquellos ojos que imaginaba sin ningún color, pues no esperaba un ser humano tras ellos. Ella notaba su tembloroso pulso, sabía que no debía pensar todo aquello que en su cabeza volaba, que debía centrarse en lo que estaba haciendo, veinte años de profesión en la que de todo había visto, aún así esta vez le resultaba imposible evadirse.

Finalmente y tras la última capa, aparecieron unos ojos, ojos que sorprendentemente parecían albergar una mirada, mirada inyectada en sangre. El dolor debía estar siendo terrible tras la retirada de aquel potente anestésico, dolor nunca mayor del que debieron sentir cada una de sus victimas, y que seguirá doliendo por siempre en el corazón y memoria de tantas personas. Empezó a observar cómo el gesto de él se llenaba de rabia y cómo, sin ningún éxito, sobre la cama intentaba retorcerse mientras la miraba suplicando clemencia, que le ayudara a poner fin a sus malditos días.

Una presión sobre su estómago le dificultaba respirar y eso le hizo reparar conscientemente en ese odio que sentía. Él en breve abandonaría ese mundo al que ojalá nunca hubiera llegado, pero en su camino la dejaría todo ese odio que le haría aún más difícil vivir. Ella sintió que ese odio no le pertenecía, que en nada la ayudaría a continuar con su vida, y que sería una victima más a sumar a todos aquellos a los que horas antes atrapó. Decidió profundo respirar, exhalar todo aquello, respirar de nuevo e intentar empatizar con el dolor de un cuerpo mutilado que en breve moriría; con ello templó su pulso, para con su habitual cuidado y celo continuar con su trabajo, seguir el protocolo y curar esas terribles heridas que bajo aquella capa emergían, sentir aquel dolor e imaginarlo humano. – Disculpe si le hago daño… termino en breve –ella, como si de cualquier anónimo paciente se tratara, susurró mirándole a los ojos.

Él se vio sorprendido por ese gesto y esas palabras, y más tras reparar en ese cambio en la mirada de ella, donde creyó observar cierta empatía ante el terrible dolor que en ese momento sentía. Supo de repente que era la mirada piadosa y clemente de aquella enfermera la que albergaba el único y verdadero paraíso que podría rozar en lo que de vida le quedaba, que no habría más edén que aquello… y que al otro lado sólo le esperaba la nada... Una sensación de arrepentimiento de pronto sacudió sus entrañas y quiso alargar su mano, inexistente mano carente de brazo, y que lo que fueron sus dedos al menos rozaran el paraíso que la mirada compasiva de aquella enfermera albergaba. Blanca… creyó leer aquel nombre en un alfiler colgado sobre su bata… Blanca… como aquella luz, aquella luz que ahora parece volverse de pronto más intensa, como una niebla espesa, para a continuación irse apagando, tornándose profunda y oscura ciénaga, difuminándose hacia la nada… una nada eterna.


domingo, 3 de julio de 2016

Aquella mujer

Aquella mujer salió del portal de aquella casa a eso de las seis de la tarde de un caluroso día de un adelantado verano de principios de junio, lo sé porque en aquel mismo momento, yo estaba sentado frente a ese lugar, junto a la ventana de un concurrido café del centro de Madrid. Suerte habíamos tenido encontrando libre aquella mesa, celebramos cuando el camarero con un gesto de aprobación nos dirigió hacia ella, pequeñas alegrías que enriquecen nuestros días y que en tantas ocasiones olvidamos en ellas reparar. Puestos a reparar imagino que también lo hice sobre el peculiar aspecto de que aquella mujer, desaliñado diría alguno, extravagante diría otro, abandonado… un tercero más crítico y mordaz sentenciaría. No lo sé, lo cierto es que yo me fijé especialmente en una espesa melena revuelta en su cabeza y en esos pies descalzos sobre los adoquines que deberían estar ardiendo a esas horas de la tarde.

El caso es que aquella mujer según sale del portal clava sus pies descalzos en la acera y queda unos segundos congelada, mirada perdida hacia la nada, imagino que observando más bien hacia dentro de ella, hacia ese lugar en el que cada vez son menos los que miran, quizás asustados por lo que tal vez allí encuentren; después con fuerza cierra y aprieta sus ojos, luego los abre y mira rápidamente hacia todos lados, mirada intensa, enorme y llena de inquietud, alarmada. Comienza a hablar sola, gesticulando exageradamente, a continuación lanza sus brazos hacia el cielo para luego volver sus manos que caen a plomo sobre su cabeza, cubriendo seguidamente sus ojos, gira después su cabeza negando algo, tapa luego su boca. Camina tres pasos, en seco se detiene… vuelve hacia atrás cuatro, otra vez sus brazos se alargan hacia el cielo azul de Madrid, esa tarde su azul eran aún si cabe más bello.

– Pobre mujer… estará loca –alguien desde la mesa de al lado en voz alta comenta. – Seguro que ahora mismo no ve nada… estará bajo algún brote o alguna crisis nerviosa –palabras que reafirma otro asintiendo con la cabeza. También se oyen otros comentarios y diagnósticos en el interior del café, imaginemos que habrá tantos como personas.

La gente que caminaba por la acera hace rato que se detuvo, y es que es especialmente estrecha la acera de aquella calle y en los rostros de los viandantes se aprecia claramente la inquietud por lo impredecible de los movimientos de aquella mujer, porque cuánto miedo nos dan los que mal llamamos locos o desequilibrados. Por ello será que alguno opta por darse la vuelta desandando sus pasos, otros esperan, incluso alguna risa también se oye. – Mala educación –comenta alguien mirando a la pareja de amigos que hace unos segundos reía.

Mientras reparábamos en los viandantes dejamos por un momento de observar a la mujer que, con un ágil y veloz movimiento, se ha plantado en la mitad de la carretera, y más que verlo lo sentimos en el ruido del frenazo de un coche que a punto está de tornar la historia en drama. Ella ajena a lo que pudo ser la última de sus suertes alza de nuevo sus brazos hacia el cielo, brazos que luego dirige hacia el coche y de nuevo otra vez a su cabeza… suelta una sonora carcajada que luego parece tornarse lamento, gira a un lado y a otro su cabeza y abre sus brazos, ya ni coches ni viandantes se mueven, y los que desde la barrera observamos la escena asistimos cada vez más perplejos. La que quizás fuera la calle más bulliciosa y frecuentada de aquel casco histórico de Madrid, detuvo a eso de las seis y cinco de la tarde su incesante ir y venir de coches y de pasos.

– ¡Quiere hacer el favor de apartarse! He estado a punto de atropellarla ¿está usted loca? –grita el conductor del vehículo en primera línea asomando su cabeza por la ventanilla, mientras otros coches que se han ido acumulando detrás hacen sonar su claxon.

Ella no se mueve ni parece reparar en aquellas palabras que la increpan y sigue allí, con los brazos ahora bien abiertos, rodillas algo flexionadas como si quisiera en un solo abrazo abarcarlos a todos los que a lo ancho de la calle se agrupan frente a ella. Yo observo también como aprieta los dedos de sus pies descalzos que parecen hundirse en el asfalto ardiente de la carretera.

Apenas transcurren unos segundos cuando de repente el suelo comienza a temblar y un ruido sordo, intenso y profundo inunda todo, para instante después el asfalto abrirse justo unos pocos metros tras ella, hundiéndose la calzada y arrastrando consigo dos coches que había allí mismo aparcados. De un salto nos ponemos en pie alarmados, el café que aún me quedaba en la taza anda ahora derramado sobre la mesa, se oyen gritos… tras varios segundos el ruido cesa y es ahora una nube de polvo y silencio lo que cubre la escena, algunos hace rato que echaron hacia atrás corriendo como almas que lleva el diablo, mientras que otros tantos congelados continuamos observando.

Finalmente la mujer cae de rodillas, ahora aprieta sus ojos contra sus manos, arañando su frente y su pelo… parece exhausta, rompe a llorar por un rato, llanto que moja el asfalto ahora quebrado, mientras frente a ella una multitud en silencio boquiabierta. La mujer al fin parece tranquila, levanta sus brazos a los que siguen sus ojos hacia el cielo azul e infinito de Madrid. Su rostro se llenó de equilibrio, de calma, de paz recobrada. Se pone en pie, gira sus pasos descalzos y sin reparar en más nada vuelve a introducirse en el portal del que apareció minutos antes.

Al día siguiente las noticias hablan de un nuevo socavón producido por las obras de rehabilitación de la antigua línea de metro, y es que son varios los problemas que durante este proceso ya han acaecido, tras ello dos responsables de la obra han dimitido, y un ingeniero y un jefe de obras han sido por un juez imputados. – Milagrosamente no hubo ningún herido –con gesto serio apunta el presentador de la televisión – hecho realmente sorprendente al tratarse de una de las calles más concurridas de la capital –aclaración tras la cual concluye la noticia.

Sobre aquella mujer, las noticias de ese día no contaban nada.


martes, 12 de abril de 2016

Historia de José

La historia sucede tal cual la cuento, de primera mano, sin filtros ni intermediarios y a pocas lunas de la que su luz ahora cuela por mi ventana. Semana Santa 2016 en una aldea del litoral alentejano portugués, junto a la costa Vicentina. Uno de esos pocos espacios naturales de nuestra península ibérica compartida que aún supimos respetar, que nadie hasta la fecha resolvió que su estética natural precisara ser hormigonada ni alicatada. Agreste litoral, bravo, escarpado, rocas como cuchillas que se clavan en el mar soportando las embestidas de un océano Atlántico a largos ratos enfurecido.

La aldea era una de tantas aldeas blancas que visitamos en aquellos días, espacios de paz y de tiempo detenido. Nuestro vecino de al lado, José de nombre, nacido en aquella casa en 1936, como pronto nos explicó, emigró como tantos otros a finales de los cincuenta a una industrializada y ya efervescente Barcelona, allí además de mucho trabajar se casó, tuvo varios hijos y hacía no demasiado tiempo que había enterrado a su mujer. Le gustaba regresar a su aldea natal portuguesa donde pasaba largas temporadas cuando el frío y la humedad remitían, dando así una tregua a esos huesos que tan duro trabajaron. Prueba de ello, y de esa vida que pronto avisó que no fue fácil, eran esos dos dedos que de una mano le faltaban… pero ahí estaba José, a sus 80 años, sentado al sol de la tarde, junto a la puerta de su pequeña casa que también fue la de sus padres, observando el pasar lento del tiempo en los pueblos, donde aparentemente sin que parezca que ocurra nada, acaba aconteciendo todo.

Dormíamos en la casa de al lado, pared con pared con lo que entendíamos debía ser su salón. Lo entendimos desde la primera noche en la que a través de nuestra pared surgía una música a un volumen extremadamente alto, indicativo de una severa sordera imaginé, aunque lo cierto es que no lo había notado cuando no hacía tantas horas hablé por última vez con José. Viejas canciones de baile popular, de orquesta, de verbena de pueblo, una y otra vez sonando. La tercera de las noches el ruido ya era insoportable y pasaban largo de las tres de la mañana, y en aquellos días de retiro tras meses de trabajo, descansar se hacía más vital que necesario. Comencé golpeando “cariñosamente” la pared de la habitación, ninguna respuesta, más fuerte, lo mismo, luego zapatilla en mano, seguía sin obtener respuesta. Salgo finalmente fuera y voy a su puerta que golpeo y a voz le llamo, nada…, y la misma respuesta obtengo junto a la ventana en la que el ruido alcanzaba su máximo. Vuelvo desesperado a su puerta, giro el picaporte y veo que estaba abierta. Sonrío, la confianza y la paz de los viejos pueblos, donde aún siguen sin existir cerraduras ni llaves… cada uno con lo suyo, lo que no implica a lo suyo, que respetar la propiedad ajena nada tiene que ver con no conocer de los pormenores de la vida del otro que, al fin y al cabo, allí todo es compartido. El sueño, mezclado con cierta preocupación y una extraña confianza me hace entrar en la casa. Oscuridad. Pronto mi nariz repara en un espeso olor a cerrado, a falta de limpieza, olor de una casa que hace tiempo que dejó de abrir sus ventanas, que ya no mira hacia afuera. La luz de la calle que se cuela por la puerta entreabierta me permite llegar al salón para encontrarlo allí, en el sofá inmóvil, los ojos bien abiertos, fijos en la nada, mi aire se corta.

Me acerco a él, el movimiento leve de su pecho me tranquiliza y me permite tomar aire a mí también.

– José… disculpe, ¿se encuentra bien?... es muy tarde y… –no obtengo respuesta alguna. Su gesto no cambia, su mirada continua al frente, a la oscuridad más absoluta que allí habitaba, a la nada. – José… –de repente su mano se mueve inesperadamente ágil, aferrándose a mi brazo.

– ¡Mírala! acaba de llegar… es ella. –Yo me asusto ante aquella súbita reacción, que entendí debía tratarse de una pesadilla, delirio o ensoñación…

– Tranquilo José, todo está bien… pero la música tiene que bajarla… son más de las…

– Es ella… ella… ¡mírala!...

Noto como aprieta aún más mi brazo y, de repente, la oscuridad frente a mí comienza a tornarse de negro a gris, para luego dar lugar a contrastes, brillos, sombras… resolviendo finalmente formas que se empiezan a definir, formas que parecen moverse al compás de la música atronadora que continúa inundándolo todo. Todo pasaba tan rápido que no tenía tiempo ni para interrogarme sobre tamaño absurdo, pero ahí está, veo un baile. Un baile con orquesta, baile de fiesta... de plaza del pueblo, gente danzando al compás de la música, risas, cantos, carreras de niños entre la gente, los zapatos grises de la tierra que arrastraron. Un madre que corre tras uno, dos abuelas que bailan abrazadas, una joven que ríe y comparte alguna confidencia con su amiga que la acompaña mientras parece mirarnos.

– Es ella… María… mírala que bella, apostaría todo a que habla de mí… –José continua hablando sin alterar nada su gesto.

Yo no soy capaz de articular palabra.

– Todas las noches… siempre que vengo, siempre coincide con luna llena, vuelve este día....

Yo sólo pienso que esto es una locura, pero a la vez que lo pienso lo veo, y ese ver hace que este delirio compartido se me torne certeza. Porque ahí está, como una ventana que el tiempo hubiera abierto ante nosotros, cómo una película antigua de recuerdo. La orquesta continúa su repertorio continuo de bailes y canciones que yo ya llevaba rato escuchando, un joven apuesto se acerca y pide un baile a la mujer que parecía observarnos y murmurar.

– Es él… él no la quiere, quizás por eso no teme su rechazo, ella esperaba mi decisión que nunca llegó… y a mí me gustaba tanto… la amaba de tal manera que hasta me sonrojaba de pensarlo. Ella nunca se dirigió a mí, nunca me dijo nada, pero ese día ella esperaba que yo me acercara, que pusiera fin a tanta mirada e indecisión, y ahí está de nuevo esperando.

 –¿Por qué no te acercas?

– No puedo…

 – ¡Claro que puedes! –En ese momento giro mi cabeza y observo a José y me encuentro un joven de unos 22 años, camisa blanca de domingo abrochada hasta el cuello, pantalón gris con el fondo remangado, el pelo peinado con gel denso, mirada de joven asustado y a la vez enamorado del espectáculo de un mundo que no hace tanto que comenzó a admirar. Vuelvo de nuevo mi foco a la escena, María baila con el joven que se le había acercado, baila pero no sonríe. Termina el baile, amable se despide de su acompañante que parece no querer irse de su lado. Vuelve con su amiga, luego se acerca una mujer que podría ser su madre, algo la dice y de nuevo mira hacia donde estamos. Veo una gota de sudor rodar en la frente de José.

– Vamos José… ella te espera, quiere que la invites a bailar, te está esperando. Debe llevar toda una vida esperándote, la luna que hoy tenemos es la misma, tú eres el mismo… y ella también, ella todavía te espera y quizás no siempre sea todavía… quizás llegue el día en que este momento no se repita más. Vamos José…

Nunca me he considerado una persona con gran capacidad de persuasión, quizás más bien lo contrario, de obstinado puedo llegar a provocar la reacción opuesta a mi mejor intención. Pero el caso es que José finalmente se mueve, arranca, tembloroso, pero arranca y camina hacia ella. Yo sonrío. Se acerca a ella, la amiga se aparta, ella le mira sorprendida como si llevara mil lunas esperándolo, y quizás así sea… será esta la razón por lo que a ella, aunque intenta disimilarlo, se le escape una sonrisa. Él le dice algo al oído y luego abre sus brazos en disposición de baile. Debió ella decir que sí, pues ambos bailan ahora con la orquesta. Con cierta torpeza, imagino que con el miedo a no cuadrar sus pasos, José muestra algo de rigidez en su porte… bueno, lo cierto es que yo no atinaría a afrontarlo mejor.

La canción se alarga, José al final dice unas palabras en el oído de ella. Yo, voyeur de la escena, intentando adivinar el gesto de su cara, pero no alcanzo a verla. La canción acaba, José amable se despide y luego vuelve a mi lado… cómplice me sonríe. Se sienta de nuevo junto a mí y es en ese momento cuando la orquesta comienza a bajar su volumen, la imagen comienza a difuminarse, otra vez los grises, las sombras, la indefinición, la oscuridad, la noche. La luz que entraba por la puerta que dejé entreabierta me devuelve de nuevo al primer José, al abuelo que conocí, al que encontré allí sentado en su sillón y creí por un instante que yacía sin vida.

– ¿Qué ha ocurrido? –confuso pregunté.

– Ya está. Al final lo hice. Gracias… estoy cansado… vayamos a dormir, a ti te esperan… buenas noches. Sin decirme más comenzó a retirarse hacia lo que sería una habitación, lo hacía con paso lento, dolorido, pesado, pero conociendo bien su camino, la casa de uno al fin y al cabo.

– José ¿qué le dijiste? –no pude evitar preguntar.

Él se detiene unos segundos, finalmente lentamente se gira y parece buscarme con la mirada, su gesto denota cansancio sumado a que la luz que le llega de frente parece molestarle.

– Cuántas veces soñé con este momento… y cuántas me maldije por no haber sido capaz… Siempre que vuelvo a esta casa se me aparece y vuelvo a fracasar… a ni siquiera moverme… Pero hoy sí… seguramente gracias a ti… y cuando al fin la sentí en mis brazos, cuando respiré su perfume y noté su olor entrando en mi cuerpo, su risa nerviosa sumándose a la mía... Justo en ese momento me di cuenta de todo, y al final le dije gracias, gracias por ese baile… y me fui.

– ¿Gracias?… ¿y nada más? –me resultaba imposible no seguir preguntando.

– Lo cierto es que la soñé una vida. Pero cierto también es que, gracias a que nada tuvimos, acabé emigrando, me fui de esta aldea, llegué a Barcelona, hice grandes amigos, amigos que mucho en la vida me acompañaron… también allí conocí a la que fue mi mujer, tuve hijos que tanto me dieron también… Eso lo sentí más que nunca en el momento en el que ella me concedió ese baile, cuando la sentí a mi lado, cuando pude estar por un instante en el lugar donde tantas veces maldije no haber llegado. Fue justo ahí cuando me di cuenta que nada debía de ser cambiado, la vida fue la que fue, no quería cambiar nada… Bueno... algo quizás sí… antes de irme le susurre que aquel tipo que sobrevolaba la escena no era de fiar, que se guardara de su prosa… bien sé a lo que me refiero... espero no haber en exceso la historia alterado. Buenas noches… es hora de dormir.

José desapareció tras la sombra de su habitación y yo tras unos segundos me puse en pie y regresé a la casa contigua. Con el corazón aún acelerado y los pies helados me metí en la cama. – Ya no se oye la música… –ella me susurró al oído. Yo sonreí y la abracé con la fuerza que me quedaba... luego me acurruqué a su lado… no debí tardar mucho en caer dormido… no recuerdo ahora si soñé algo.

Tras aquello los días pasaron, fueron días de descanso… días lentos de noches tranquilas, noches sin ruido… a lo sumo el sonido del viento acariciando las teclas del viejo tejado.