domingo, 3 de julio de 2016

Aquella mujer

Aquella mujer salió del portal de aquella casa a eso de las seis de la tarde de un caluroso día de un adelantado verano de principios de junio, lo sé porque en aquel mismo momento, yo estaba sentado frente a ese lugar, junto a la ventana de un concurrido café del centro de Madrid. Suerte habíamos tenido encontrando libre aquella mesa, celebramos cuando el camarero con un gesto de aprobación nos dirigió hacia ella, pequeñas alegrías que enriquecen nuestros días y que en tantas ocasiones olvidamos en ellas reparar. Puestos a reparar imagino que también lo hice sobre el peculiar aspecto de que aquella mujer, desaliñado diría alguno, extravagante diría otro, abandonado… un tercero más crítico y mordaz sentenciaría. No lo sé, lo cierto es que yo me fijé especialmente en una espesa melena revuelta en su cabeza y en esos pies descalzos sobre los adoquines que deberían estar ardiendo a esas horas de la tarde.

El caso es que aquella mujer según sale del portal clava sus pies descalzos en la acera y queda unos segundos congelada, mirada perdida hacia la nada, imagino que observando más bien hacia dentro de ella, hacia ese lugar en el que cada vez son menos los que miran, quizás asustados por lo que tal vez allí encuentren; después con fuerza cierra y aprieta sus ojos, luego los abre y mira rápidamente hacia todos lados, mirada intensa, enorme y llena de inquietud, alarmada. Comienza a hablar sola, gesticulando exageradamente, a continuación lanza sus brazos hacia el cielo para luego volver sus manos que caen a plomo sobre su cabeza, cubriendo seguidamente sus ojos, gira después su cabeza negando algo, tapa luego su boca. Camina tres pasos, en seco se detiene… vuelve hacia atrás cuatro, otra vez sus brazos se alargan hacia el cielo azul de Madrid, esa tarde su azul eran aún si cabe más bello.

– Pobre mujer… estará loca –alguien desde la mesa de al lado en voz alta comenta. – Seguro que ahora mismo no ve nada… estará bajo algún brote o alguna crisis nerviosa –palabras que reafirma otro asintiendo con la cabeza. También se oyen otros comentarios y diagnósticos en el interior del café, imaginemos que habrá tantos como personas.

La gente que caminaba por la acera hace rato que se detuvo, y es que es especialmente estrecha la acera de aquella calle y en los rostros de los viandantes se aprecia claramente la inquietud por lo impredecible de los movimientos de aquella mujer, porque cuánto miedo nos dan los que mal llamamos locos o desequilibrados. Por ello será que alguno opta por darse la vuelta desandando sus pasos, otros esperan, incluso alguna risa también se oye. – Mala educación –comenta alguien mirando a la pareja de amigos que hace unos segundos reía.

Mientras reparábamos en los viandantes dejamos por un momento de observar a la mujer que, con un ágil y veloz movimiento, se ha plantado en la mitad de la carretera, y más que verlo lo sentimos en el ruido del frenazo de un coche que a punto está de tornar la historia en drama. Ella ajena a lo que pudo ser la última de sus suertes alza de nuevo sus brazos hacia el cielo, brazos que luego dirige hacia el coche y de nuevo otra vez a su cabeza… suelta una sonora carcajada que luego parece tornarse lamento, gira a un lado y a otro su cabeza y abre sus brazos, ya ni coches ni viandantes se mueven, y los que desde la barrera observamos la escena asistimos cada vez más perplejos. La que quizás fuera la calle más bulliciosa y frecuentada de aquel casco histórico de Madrid, detuvo a eso de las seis y cinco de la tarde su incesante ir y venir de coches y de pasos.

– ¡Quiere hacer el favor de apartarse! He estado a punto de atropellarla ¿está usted loca? –grita el conductor del vehículo en primera línea asomando su cabeza por la ventanilla, mientras otros coches que se han ido acumulando detrás hacen sonar su claxon.

Ella no se mueve ni parece reparar en aquellas palabras que la increpan y sigue allí, con los brazos ahora bien abiertos, rodillas algo flexionadas como si quisiera en un solo abrazo abarcarlos a todos los que a lo ancho de la calle se agrupan frente a ella. Yo observo también como aprieta los dedos de sus pies descalzos que parecen hundirse en el asfalto ardiente de la carretera.

Apenas transcurren unos segundos cuando de repente el suelo comienza a temblar y un ruido sordo, intenso y profundo inunda todo, para instante después el asfalto abrirse justo unos pocos metros tras ella, hundiéndose la calzada y arrastrando consigo dos coches que había allí mismo aparcados. De un salto nos ponemos en pie alarmados, el café que aún me quedaba en la taza anda ahora derramado sobre la mesa, se oyen gritos… tras varios segundos el ruido cesa y es ahora una nube de polvo y silencio lo que cubre la escena, algunos hace rato que echaron hacia atrás corriendo como almas que lleva el diablo, mientras que otros tantos congelados continuamos observando.

Finalmente la mujer cae de rodillas, ahora aprieta sus ojos contra sus manos, arañando su frente y su pelo… parece exhausta, rompe a llorar por un rato, llanto que moja el asfalto ahora quebrado, mientras frente a ella una multitud en silencio boquiabierta. La mujer al fin parece tranquila, levanta sus brazos a los que siguen sus ojos hacia el cielo azul e infinito de Madrid. Su rostro se llenó de equilibrio, de calma, de paz recobrada. Se pone en pie, gira sus pasos descalzos y sin reparar en más nada vuelve a introducirse en el portal del que apareció minutos antes.

Al día siguiente las noticias hablan de un nuevo socavón producido por las obras de rehabilitación de la antigua línea de metro, y es que son varios los problemas que durante este proceso ya han acaecido, tras ello dos responsables de la obra han dimitido, y un ingeniero y un jefe de obras han sido por un juez imputados. – Milagrosamente no hubo ningún herido –con gesto serio apunta el presentador de la televisión – hecho realmente sorprendente al tratarse de una de las calles más concurridas de la capital –aclaración tras la cual concluye la noticia.

Sobre aquella mujer, las noticias de ese día no contaban nada.