jueves, 4 de agosto de 2016

Blanca

La intensidad cegadora de aquella luz blanca le hizo de pronto recordar la primera vez que de niño conscientemente observó el color de la leche. Fue en su aldea natal, uno de los lugares más pobres y desahuciados de nuestro planeta, su joven madre ordeñaba una famélica cabra y de su ubre observó maravillado cómo brotaba ese blanco y preciado elemento, que esperaba saciara su hambre y su sed que de aquellos años siempre recordaría como permanente. Aquella cabra que murió tiempo después cuando alguien decidió utilizarla como blanco, ya fuera por un acto de venganza o quizás simplemente para afinar la puntería de su arma; terrible imagen que, a pesar de ser muy niño, nunca olvidaría. Balaba aquella cabra en su recuerdo cuando tomó consciencia de que él también estaba muriendo, y que aquella luz blanca era el camino que por fin separaba una vida de penurias del paraíso tanto tiempo soñado, y no era momento para demorarse en abandonar ese mundo que tanto había odiado…

– ¿Puede oírnos –una voz interrumpió su ensueño. – Díganos su nombre… colabore y nosotros seguiremos ayudándole a paliar su dolor.

Esas voces no encajaron en su viaje, se asustó y por un momento le inundó un deseo de salir corriendo, de estrellar su cuerpo y su destino contra la luz blanca que ahora parecía moverse.

– Enfermera descúbrale los ojos, quizás pueda vernos… proceda también a retirar la medicación… Esto ayudará a refrescar a este cabrón su memoria –susurró seguidamente aquella misma voz.

En aquel momento comenzó a ser realmente consciente del lugar que habitaba. Esa habitación de hospital de alta seguridad, ocupado por médicos, enfermeros y aquellas voces que le hablaban y que debían de ir armadas hasta los dientes.

Él también iba armado hasta los dientes cuando salió de la parte trasera de aquella furgoneta, y hasta arriba de captagón, inhibiendo así sus peores enemigos, el miedo y el dolor, junto con todos aquellos a los que a continuación disparaba. Algo debió fallar, en el último instante y tras la orgía de sangre y disparos él había detonado toda la carga que llevaba, y luego aquella luz blanca… Intentó por un instante moverse, era imposible, quiso dejar de respirar pero no tenía fuerzas para ello, quería morir ya.

La enfermera que claramente mostraba su nerviosismo, se aproximó y tras cortar el goteo de anestésico prendido junto al suero, comenzó a retirar el complejo sistema de apósitos y vendajes que cubría parte de la cabeza incluyendo los ojos. Su respiración era entrecortada y sentía como sus dedos temblaban. Su cabeza golpeaban imágenes y sonidos de las noticias de la noche anterior, aquella masacre que la dejó largo rato bloqueada, llorando frente al televisor mientras telefoneaba a sus familiares y amigos… “malditos asesinos hijos de puta” repetía mientras escribía mensajes en su teléfono y recibía llamadas, qué cerca había estado… Nuevamente volvió a lo que estaba haciendo, mientras sentía un profundo odio emanando de ella, y por un momento quiso clavar sus uñas en aquellos ojos destrozados, hundir sus dedos bajo sus cuencas, llegar hasta el cerebro y allí maldecir el lugar del que pudo brotar semejante idea, que de un corazón nunca podría haber surgido. Era tremenda la sensación de rechazo que provocaba sobre ella aquel despojo humano, seriamente mutilado que tenía en frente y que no entendía cómo aún seguía con vida. Como un recuerdo fugaz en ese momento vino a su memoria aquel día en que tuvo que curar las heridas de un individuo, que ya pudo haber optado en primer lugar por lo segundo que hizo, autolesionarse, y haber dejado así vivir a esa joven a la que aún hoy en el barrio todos recordaban. Aún así, pensó, esto le superaba aún más, y un odio inusitado en ella había cruzado sus límites, y mientras tanto seguía retirando el vendaje de aquellos ojos que imaginaba sin ningún color, pues no esperaba un ser humano tras ellos. Ella notaba su tembloroso pulso, sabía que no debía pensar todo aquello que en su cabeza volaba, que debía centrarse en lo que estaba haciendo, veinte años de profesión en la que de todo había visto, aún así esta vez le resultaba imposible evadirse.

Finalmente y tras la última capa, aparecieron unos ojos, ojos que sorprendentemente parecían albergar una mirada, mirada inyectada en sangre. El dolor debía estar siendo terrible tras la retirada de aquel potente anestésico, dolor nunca mayor del que debieron sentir cada una de sus victimas, y que seguirá doliendo por siempre en el corazón y memoria de tantas personas. Empezó a observar cómo el gesto de él se llenaba de rabia y cómo, sin ningún éxito, sobre la cama intentaba retorcerse mientras la miraba suplicando clemencia, que le ayudara a poner fin a sus malditos días.

Una presión sobre su estómago le dificultaba respirar y eso le hizo reparar conscientemente en ese odio que sentía. Él en breve abandonaría ese mundo al que ojalá nunca hubiera llegado, pero en su camino la dejaría todo ese odio que le haría aún más difícil vivir. Ella sintió que ese odio no le pertenecía, que en nada la ayudaría a continuar con su vida, y que sería una victima más a sumar a todos aquellos a los que horas antes atrapó. Decidió profundo respirar, exhalar todo aquello, respirar de nuevo e intentar empatizar con el dolor de un cuerpo mutilado que en breve moriría; con ello templó su pulso, para con su habitual cuidado y celo continuar con su trabajo, seguir el protocolo y curar esas terribles heridas que bajo aquella capa emergían, sentir aquel dolor e imaginarlo humano. – Disculpe si le hago daño… termino en breve –ella, como si de cualquier anónimo paciente se tratara, susurró mirándole a los ojos.

Él se vio sorprendido por ese gesto y esas palabras, y más tras reparar en ese cambio en la mirada de ella, donde creyó observar cierta empatía ante el terrible dolor que en ese momento sentía. Supo de repente que era la mirada piadosa y clemente de aquella enfermera la que albergaba el único y verdadero paraíso que podría rozar en lo que de vida le quedaba, que no habría más edén que aquello… y que al otro lado sólo le esperaba la nada... Una sensación de arrepentimiento de pronto sacudió sus entrañas y quiso alargar su mano, inexistente mano carente de brazo, y que lo que fueron sus dedos al menos rozaran el paraíso que la mirada compasiva de aquella enfermera albergaba. Blanca… creyó leer aquel nombre en un alfiler colgado sobre su bata… Blanca… como aquella luz, aquella luz que ahora parece volverse de pronto más intensa, como una niebla espesa, para a continuación irse apagando, tornándose profunda y oscura ciénaga, difuminándose hacia la nada… una nada eterna.