miércoles, 19 de octubre de 2016

El semáforo

Verde, tres segundos en ámbar y finalmente rojo.

Con cierta premura y tras mirar de reojo por el retrovisor, él detiene su coche junto al semáforo.

Conoce bien ese disco, de duración extraordinariamente larga, especialmente a esas horas de la tarde, en las que un novedoso sistema de control discrimina su duración en favor del otro semáforo, situado en una ancha avenida por el que no dejan de transitar vehículos apresurados; todos enfilados y casi unidos los unos con los otros, en lo que parece un acto de evasión masiva, huyendo quizás de alguna insoportable rutina, en la búsqueda de un hogar que aún antojan lejano, o alguna otra actividad que quizás a más de uno salve el día.

Él mientras aprovecha para consultar la pantalla de su teléfono móvil, luego gira la cabeza hacia su ventanilla y observa el coche que está detenido al lado, donde va ella que, después de unos segundos repara en él que, dicho sea de paso, parece embobado.

Él ruborizado aparta su mirada con rapidez, como sintiéndose delatado, parece nervioso, cualquiera lo diría viendo como clava la uña de su pulgar sobre el surco proximal del dedo anular de su mano derecha, justo en el borde algo afilado de una alianza de oro blanco; y este acto le produce cierto dolor que a la vez le causa consciencia y placer, extraña manía ésta, adquirida quizás buscando a través de la autoinjuria reducir su habitual ansiedad, alguna culpa o simplemente el estrés acumulado. Después parece mirar inconsciente (otro mal común de nuestros días) el reloj de su muñeca, hora que nunca acertaría a repetir si ahora mismo le preguntáramos (aunque no lo haremos) para después levantar de nuevo su mirada y volver a girarla hacia el coche de al lado y allí retomar nuevamente su consciencia. Ella tiene un perfil hermoso. Observa su gesto coqueto que ella refleja en el espejo retrovisor y, aunque no lo mira, ella sabe que él la está mirando.

Luego ella gira hacia él su cabeza.

Y él esta vez opta por no esconder su mirada.

Y transcurren unos segundos, y ahora ambos sonríen, como reconociéndose sabedores de que el tiempo de esa mirada compartida es superior al casual en estos casos, tiempo que ahora ya parece únicamente sujeto al libre arbitrio de ambos que, pasados unos segundos, son bien conscientes de que miran lo que están mirando, de que ambos piensan lo que están pensando y, ya puesto éste que escribe a elucubrar, seguramente también de que ambos desean lo que están deseando.

El muñeco verde del semáforo (ese que en Alemania llaman Ampelmännchen pero que aquí nunca pasó de muñeco del semáforo) empieza a parpadear intermitente mientras que una pareja de ancianos que cruza apresura su paso y desde su privilegiada posición observa como ella abre la puerta y desciende de su coche para, inmediatamente después, colocarse frente al coche que estaba a su lado. Y es el conductor de ese coche quien de inmediato reacciona y baja de un salto dirigiéndose hacia ella.

Los dos frente a frente.

Se miran fijamente en silencio.

El muñeco verde en actitud de movimiento deja de parpadear y, justo encima de éste, se prende el otro, de color rojo y gesto estático. La sorpresa e incredulidad viste ahora los rostros de los peatones y demás conductores que hay tras ellos esperando.

Comienzan a besarse.

Se besan largo, intenso, como si fuese la primera vez…

...como si nunca antes se hubieran besado.

– Creo que estos jueguecitos se nos están yendo de las manos… –dice ella riendo ruborizada mientras mira al suelo.

 – No sé porqué lo dices… –responde él con rostro sonrojado mientras se gira y observa la cola de coches que tras ellos se ha formado. – Anda corre, vámonos a casa antes de que nos maten.

Y tras ellos queda la larga hilera de coches, extensa fila donde unos ríen, otros aplauden y unos cuantos gesticulan disconformes mientras hacen sonar su claxon… las prisas y las especulaciones siempre tan malas, diversidad de opiniones en la arena de este mundo que, en ocasiones, aún se reivindica humano.